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sábado, 9 de abril de 2011

LA CLAVE MÍSTICA DE SIMONE WEIL, Javier Sicilia

Comprender a Simone Weil, “La Virgen Roja”, como la llamaron en un sutil y fraterno oximoron sus amigos comunistas, no es fácil. ¿Cómo entender a esa judía que jamás formó parte del judaísmo; a esa muchacha que sin ser comunista comprendió a cabalidad a Marx, dis- cutió, con una lucidez y una libertad poco comunes, con los mejores inte- lectuales marxistas, criticó sus equívo- cos y traiciones, y participó en las mo- vilizaciones obreras de los años trein- ta?; ¿cómo entender a la filósofa, discí- pula de Alain, que renunció a una bri- llante carrera académica para trabajar, sin las menores dotes prácticas, como obrera en una fábrica de la compañía eléctrica Alsthom; que no-violenta, más próxima a gandhi y a su discípu- lo Lanza del Vasto, con quien vivió una profunda amistad, dejó su patria para luchar al lado de Durruti y de los anarquistas españoles?; ¿cómo enten- der a esa gran enamorada de Cristo que jamás hizo parte de la Iglesia y siempre se negó a bautizarse?; ¿cómo, incluso, entender su muerte a los 34 años en el hospital de Ashford, Ingla- terra, cuando, después de infructuo- sos intentos para que se le permitiera formar un cuerpo de enfermeras que asistiera a cualquier herido en el cam- po de batalla de la segunda guerra mundial, renuncia a comer o a comer sólo lo que un soldado en la trincheras comía?
Simone Weil no sólo es inclasifica- ble, sino incómoda. Ni marxistas, ni anarquistas, ni cristianos, ni mucho menos judíos, logran encontrarle un nicho. En todo caso, asombrados ante su irreprochable capacidad de entrega y su lucidez, la viven como un dolor de cabeza, como alguien que es más fácil juzgar en su inasibilidad e irreductibi- lidad que comprender.
La razón es tan simple como com- pleja: Simone Weil era una mística y, como todo místico, un ser de frontera que encontró en los lenguajes y el accio- nar del marxismo, del anarquismo, del estoicismo griego y del Evangelio una manera de dar forma a lo que en ella fue una experiencia inefable, es decir, una experiencia que, semejante a la de la
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Citado por Charles Moeller en “Simone Weil et la incroyance des croyants”, en Littérature du xxème siècle et christianisme, t. I, “Silence de Dieu“ , Casterman Tournai, París, 1954, p. 225. La traducción es mía.
“La flor saxifraga”, en El signo y el garabato, Joaquín Mortiz, México, 1973, p. 103.
poesía, pertenece al orden de un saber oscuro sobre el que habría que indagar para iluminar no sólo la profundidad y la novedad de sus textos políticos –de los que el poeta T.S. Eliot dijo que ha- bría que dárselos a leer a los jóvenes an- tes de que la propaganda ideológica los corrompiera–, sino su vida misma.
¿De qué orden era esa experiencia? Es innegable que del orden del amor. “Jamás –escribe a gustav Thibon co- mo un resumen de lo que la asediaba– he podido resignarme a que todos los seres humanos, distintos a mí, no estén por completo preservados de cualquier posibilidad de desdicha”.1 Se trata evi- dentemente del amor, del ágape, de la caridad. Pero ese amor que llega por gracia, aunque lo nombremos, no ex- presa nada. Antes que nada es una sen- sación, una experiencia que, como lo señalé, es del orden de lo inefable y, co- mo lo dice admirablemente el tratado de La nube del desconocimiento, no está ni en el silencio ni en la palabra, “sino entre ambos”. Esa sensación de la gra- cia en la medida en que es el producto de algo que entró en nosotros, pero que está más allá de nosotros, es informe. “La sensación –escribe Octavio Paz– es anfibia: nos une y nos separa simultá- neamente de la cosa”.2 Es, en el caso de
la experiencia de la gracia, la puerta por donde lo inefable entra, pero también por donde salimos para, trabajados por ella, encarnarnos en el mundo.
Para que la sensación acceda a la objetividad de la vida hay que trans- formarla en una forma. Los actos y el lenguaje que la traducen son el agente de esa transformación. La experiencia se convierte así en un lenguaje no sólo lingüístico sino carnal. “El místico –escribía Jacques Maritain– es poesía en acto”. Sus actos y sus palabras son un mismo decir. Con ello, la experien- cia adquiere un significado que no es un doble de la sensación ni de la expe- riencia que quiere significar. El místi- co al actuar su decir no representa sino produce de manera particular aquello que lo habita y cuya inefabilidad no siempre es decible de la misma mane- ra por otro. Su presencia y su decir son manifestaciones de lo inefable que no se habían expresado antes de esa ma- nera. Podríamos decir entonces que el místico, como lo decía Aristóteles, al referirse al arte, imita a Dios, pero no en el sentido de que lo copia, sino en el sentido de que a través de su persona- lidad hace aparecer algo del ser de Dios que siente por gracia.
Comprender a Simone Weil, “La Virgen Roja”, como la llamaron en un sutil y fraterno oximoron sus amigos comunistas, no es fácil. ¿Cómo entender a esa judía que jamás formó parte del judaísmo; a esa muchacha que sin ser comunista comprendió a cabalidad a Marx, discutió, con una lucidez y una libertad poco comunes, con los mejores intelectuales marxistas, criticó sus equívocos y traiciones, y participó en las movilizaciones obreras de los años treinta?; ¿cómo entender a la filósofa, discípula de Alain, que renunció a una brillante carrera académica para trabajar, sin las menores dotes prácticas, como obrera en una fábrica de la compañía eléctrica Alsthom; que no-violenta, más próxima a Gandhi y a su discípulo Lanza del Vasto, con quien vivió una profunda amistad, dejó su patria para luchar al lado de Durruti y de los anarquistas españoles?; ¿cómo entender a esa gran enamorada de Cristo que jamás hizo parte de la Iglesia y siempre se negó a bautizarse?; ¿cómo, incluso, entender su muerte a los 34 años en el hospital de Ashford, Inglaterra, cuando, después de infructuosos intentos para que se le permitiera formar un cuerpo de enfermeras que asistiera a cualquier herido en el campo de batalla de la segunda guerra mundial, renuncia a comer o a comer sólo lo que un soldado en la trincheras comía?
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Simone Weil no sólo es inclasificable, sino incómoda. Ni marxistas, ni anarquistas, ni cristianos, ni mucho menos judíos, logran encontrarle un nicho. En todo caso, asombrados ante su irreprochable capacidad de entrega y su lucidez, la viven como un dolor de cabeza, como alguien que es más fácil juzgar en su inasibilidad e irreductibilidad que comprender.
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La razón es tan simple como compleja: Simone Weil era una mística y, como todo místico, un ser de frontera que encontró en los lenguajes y el accionar del marxismo, del anarquismo, del estoicismo griego y del Evangelio una manera de dar forma a lo que en ella fue una experiencia inefable, es decir, una experiencia que, semejante a la de la poesía, pertenece al orden de un saber oscuro sobre el que habría que indagar para iluminar no sólo la profundidad y la novedad de sus textos políticos –de los que el poeta T.S. Eliot dijo que habría que dárselos a leer a los jóvenes antes de que la propaganda ideológica los corrompiera–, sino su vida misma.
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¿De qué orden era esa experiencia? Es innegable que del orden del amor. “Jamás –escribe a Gustav Thibon como un resumen de lo que la asediaba– he podido resignarme a que todos los seres humanos, distintos a mí, no estén por completo preservados de cualquier posibilidad de desdicha”.1 Se trata evidentemente del amor, del ágape, de la caridad. Pero ese amor que llega por gracia, aunque lo nombremos, no expresa nada. Antes que nada es una sensación, una experiencia que, como lo señalé, es del orden de lo inefable y, como lo dice admirablemente el tratado de La nube del desconocimiento, no está ni en el silencio ni en la palabra, “sino entre ambos”. Esa sensación de la gracia en la medida en que es el producto de algo que entró en nosotros, pero que está más allá de nosotros, es informe. “La sensación –escribe Octavio Paz– es anfibia: nos une y nos separa simultáneamente de la cosa”.2 Es, en el caso de la experiencia de la gracia, la puerta por donde lo inefable entra, pero también por donde salimos para, trabajados por ella, encarnarnos en el mundo.
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Para que la sensación acceda a la objetividad de la vida hay que transformarla en una forma. Los actos y el lenguaje que la traducen son el agente de esa transformación. La experiencia se convierte así en un lenguaje no sólo lingüístico sino carnal. “El místico –escribía Jacques Maritain– es poesía en acto”. Sus actos y sus palabras son un mismo decir. Con ello, la experiencia adquiere un significado que no es un doble de la sensación ni de la experiencia que quiere significar. El místico al actuar su decir no representa sino produce de manera particular aquello que lo habita y cuya inefabilidad no siempre es decible de la misma manera por otro. Su presencia y su decir son manifestaciones de lo inefable que no se habían expresado antes de esa manera. Podríamos decir entonces que el místico, como lo decía Aristóteles, al referirse al arte, imita a Dios, pero no en el sentido de que lo copia, sino en el sentido de que a través de su personalidad hace aparecer algo del ser de Dios que siente por gracia.
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En el caso de Weil, la sensación adquirió muy pronto un contenido: en 1914, a la edad de cinco años, recuerda Charles Moeller, uno de sus más lúcidos detractores, “al saber por un marino, que vivía cerca de la casa de sus padres, de las privaciones de los soldados en las trincheras, decidió privarse de azúcar”.3 Ese acto, que balbucía ya la sensación que la habitaba, adquirió un primer contenido lingüístico en el Liceo, bajo las enseñanzas de Alain y en un cuento de Grimm, “Las seis cigüeñas”.4 En el trabajo que dedica a analizarlo –un trabajo que el propio Alain calificó de excelente–, Weil, al interrogar desde su acto de niña el silencio y la paciente labor que la séptima hermana realiza, a riesgo de su vida, para devolverles su forma humana a las seis hermanas que el encantamiento de una bruja transformó en cigüeñas, descubre por vez primera el sentido de su acto: la abstención que en su sufrimiento salva, una abstención que es pura y gratuita libertad en la obediencia.
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No se detendría allí. En los años que van de 1928 a 1934, Weil descubre un nuevo lenguaje y un nuevo accionar que le permiten dar un mayor contenido a lo que la respuesta de la niña, las enseñanzas de Alain y el cuento de “Las seis cigüeñas”, le habían dado: las luchas obreras y el marxismo. Ambos, amparados por el acto gratuito con el que la gracia se había expresado en ella, eran, para Weil, una manera de dar una dirección colectiva a lo que en ese momento sólo habían sido respuestas puramente personales a la sensación que la asediaba. No le bastó: los conflictos ideológicos, los intereses grupales y las contradicciones del pensamiento de Marx,5 que terminaban por traicionar la moral, el servicio y la gratuidad del acto, la decepcionaron. La reflexión intelectual del marxismo y sus intentos por tomar el poder para salvar del sufrimiento a los desdichados, eran, a diferencia de lo que a ella le sucedía, sólo un reflejo, una ideología, y, por lo tanto, sólo un contenido parcial de esa verdad que estaba en su sensación y que el cuento de Grimm le mostró con la oscura luz de la poesía. De allí sus críticas y sus discusiones con los intelectuales comunistas. Faltaba algo: una radicalidad mayor en relación con lo que la gracia le provocaba. No sólo un ir más allá de la privación del azúcar, ese más allá que vivió cuando, sin abandonar su cátedra de filosofía, asumió las luchas obreras, sino un más allá más lejano, ese más allá en el que la protagonista del cuento de las cigüeñas se había colocado.
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En los años 1934-1935 toma ese sitio: renuncia a su cátedra de filosofía, en donde tenía asegurada una brillante carrera y, contratándose como operaria de una fábrica de la compañía eléctrica Alsthom, vive en todos los sentidos la vida de un obrero de los años treinta. Su experiencia –que puede rastrearse en La condition ouvrière6 y en el Diario de fábrica, del que da abundantes detalles Simone Petrement–,7 en el orden de su vida interior tiene resonancias inmensas, que la colocan precisamente en el centro de aquella inefabilidad de la gracia: “Después de mi año de fábrica –escribe en una carta del 15 de mayo de 1942 al padre Perrin–, antes de retomar la enseñanza, mis padres me llevaron a Portugal donde los dejé para ir sola a un pequeño pueblo.8 De alguna manera tenía el alma y el cuerpo despedazados. Aquel contacto con la desdicha había matado mi juventud. Hasta ese momento no había tenido otra experiencia de la desdicha que la mía propia que, al ser sólo mía, me parecía de poca importancia, y que al ser biológica9 y no social, era sólo una semidesdicha. Sabía bien que había mucha desdicha en el mundo –estaba obsesionada con ella–, pero nunca la había constatado mediante un contacto prolongado. Al estar en una fábrica, confundida a los ojos de todos y a los míos propios con la masa anónima, la desdicha de los otros entró en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, porque al haber olvidado realmente mi pasado y no esperar ningún porvenir, podía difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a esas fatigas. Lo que allí sufrí me marcó de manera tan durable que todavía hoy, cuando un ser humano, cualquiera que sea y en cualquier circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo dejar de pensar que debe haber un error y que el error por desgracia y sin ninguna duda se disipará. Allí recibí para siempre la marca de la esclavitud como la marca del hierro al rojo vivo que los romanos ponían en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces me he mirado siempre como una esclava.
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“En ese estado de espíritu y en un estado físico miserable entré en ese pequeño pueblo portugués [...] el día de la fiesta patronal. Las mujeres de los pescadores navegaban en procesión llevando cirios y recitando cánticos muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada puede dar idea de ello. Yo nunca he escuchado algo tan desgarrador que el canto de los sirgadores del Volga. Allí, repentinamente, tuve la cereza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no pueden dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos.”10
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Con esa sensación de esclavitud, buscando una salida para esa miseria, para esa nada con la que había sido grabada, y que estaba en el centro de su experiencia espiritual; buscando una nueva manera de decirla, descubre en el CNT (Conferencia Nacional del Trabajo), de inspiración anarquista, que dominaba el movimiento sindical español con dos millones de adherentes, una alternativa. La CNT, como le escribió en 1938 a Georges Bernanos,11 era de entre todos los grupos que “apelaban a las capas despreciadas de la jerarquía social”, el último que le inspiraba confianza. A través de él –y porque, como lo dice en esa misma carta–, “la situación moral [esa situación que había vivido hasta el fondo en su vida de obrera] de los que se encuentran en la retaguardia la lleva “moralmente a participar” en la guerra civil, en el grupo internacional de las milicias anarquistas de Durruti.
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Después de un accidente,12 que la constriñe a regresar a Francia, y de negarse a volver a España, porque, continúa en su carta a Bernanos, no quería más “participar en una guerra que ya no era, como [le] pareció al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios terratenientes y una clerecía cómplice de los propietarios, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia, en donde la ignominia campeaba por todas partes”, devastada, con esa sensación de esclavitud, de nada, que le había dejado su experiencia obrera, pasa en 1938 diez días –del domingo de Ramos al martes de Pascua– en el monasterio de Solesmes. Allí –después de que en 1937, en Asís, en la capilla de Santa Maria degli Angeli, donde San Francisco había orado muchas veces, se arrodilló por vez primera– experimenta un nuevo ahondamiento espiritual: “Tenía dolores de cabeza intensos –continúa en la carta que dirige al padre Perrin–; cada sonido me dañaba como un golpe; y un extremo esfuerzo de atención me permitía salir fuera de esta miserable carne, dejarla sufrir sola, aplastada en su rincón, y de encontrar un gozo puro y perfecto en la inaudita belleza del canto y de las palabras. Esta experiencia me permitió por analogía comprender mejor la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha. No es necesario decir que a lo largo de estos oficios el pensamiento de la Pasión de Cristo entro en mí de una vez por todas”.13
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¿Qué vio por fin, con toda claridad del sentido de la gracia que desde su infancia y a través de múltiples sensaciones que siempre se referían a la compasión, marcó el derrotero de su vida y le permitió decirse apasionada y rigurosamente a la vez en las diferentes causas que abrazó y en los lenguajes que utilizó para decirla? ¿Qué subyacía y subyace en cada uno de sus escritos políticos que la hicieron tan cercana y a la vez tan ajena al marxismo como a cualquier tipo de ideología y que constituyó su manera genial, profundamente humana, de amar y defender al hombre, como si a través de esos escritos se revelara de manera apofática, es decir, de manera no evidente, como una pura señal, la inefabilidad de su experiencia?; o, en otras palabras, ¿qué había en esos textos de carácter político que le permitió forzar el lenguaje del marxismo y de toda la tradición política para hacerlos decir lo indecible de su experiencia en cuanto tal? ¿Qué entró en su vida de la pasión de Cristo que la llevó a un mayor desasimiento que culminó en el sanatorio de Ashford, reeditando, de manera ahora sí clara y absoluta, el mismo gesto de la niña de cinco años que algún día fue?
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El contenido de su experiencia –porque éste, en la medida de su inefabilidad nunca se comprende de manera inmediata ni total– habría que encontrarlo diseminado en su libro, La gravedad y la gracia, en uno de sus últimos ensayos, “El amor de Dios y la desdicha” que, fechado en 1942, publicó, después de su muerte, el padre Perrin en la Attente de Dieu,14 y en su último libro, Connaisance surnaturelle.15
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Frente a la pregunta sobre el problema del mal, del sufrimiento de los hombres, del que por gracia –lo hemos visto– fue siempre muy sensible y que por respuesta a esa gracia vivió de manera profundamente personal, y delante de su experiencia espiritual que la llevó, a pesar de haber sido criada en el ateísmo, a afirmar la existencia de Dios, ninguna respuesta de las dadas por la filosofía debió satisfacerle. ¿Por qué –habría que imaginarse a Weil en sus cavilaciones interiores– Dios, el todo-poderoso, el totalmente otro, que no carece ni tiene necesidad de nada porque es todo el ser y todo el bien posible, habría creado el mundo? Si crear solo tiene sentido si algo puede mejorarse, ¿qué otra cosa podría haber creador ese Dios sino algo menor a él, es decir, algo que en sí mismo contuviera la imperfección que llamamos mal? ¿Qué sentido tenía entonces crear? ¿Qué sentido vivir, como la experiencia interior le había exigido vivir desde su más tierna infancia: negándose, reduciéndose, sometiendo su ser y su voluntad para servir a otros, sin que ese servicio pudiera mejorar un ápice de esa creación? ¿Qué sentido tenía entonces la pasión de Cristo que, como ella afirmó en su carta a Perrin, entró en su vida “de una vez por todas” y parece tan inútil como la diseminación del mal que su muerte no pudo contrarrestar?
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Weil, que no se formó ni en el cristianismo ni en el judaísmo, para el que tuvo, como lo tuvo también para la Iglesia y para todas las causas que se fincaban en el poder, duros reproches, pero que experimentó y vivió la gracia de manera poco común, el único lenguaje que tuvo para interpretar espiritualmente su experiencia fue el del mundo estoico, que le trasmitió Alain y que, al igual que lo hizo con el marxismo, forzó hasta hacerlo decir lo que no podía decir en el orden de la inefabilidad de su experiencia. Así, frente a la pregunta: ¿qué es este mundo?, Weil responde: la ausencia de Dios, su retiro, su distancia, que llamamos espacio; su espera, que llamamos tiempo, su huella, que llamamos belleza. “Dios [en consecuencia, señala Comte-Sponville al comentarla] sólo pudo crear retirándose (de lo contario sólo habría Dios) o manteniéndose (de lo contrario no habría nada, ni siquiera mundo) bajo la forma de la ausencia, del secreto, del retiro, como la huella que deja en la arena un caminante al bajar la marea, único testimonio [...] a un tiempo de su existencia y desaparición”.16
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En este sentido, el retiramiento de Dios –que antes de Weil formuló en el siglo XVI el cabalista Isaac Luria bajo el nombre de tsimtsum (retirada),17– fue un acto de amor no del amor eros, que siempre es egoísta y que vio reflejado en las traiciones de los comunistas y de los anarquistas; tampoco de philia (amistad) que necesita de la presencia del otro, sino de ágape (caridad). “Dios –escribe Weil en “El amor de Dios y la desdicha”, haciendo resonar las palabras de San Juan en su primera epístola (4, 8 y 16): Théos ágape stin (“Dios es amor”)– creó por amor, mediante el amor; no creó otra cosa que al amor mismo y los medios del amor”.18 Ese amor, que se da en el retiramiento, nunca es un más de ser. Es, por el contrario, como ella lo vivió siempre, un amor de disminución, de negación, una debilidad, una renuncia gratuita, un puro querer de la libertad en la obediencia. Así, escribe en La gravedad y la gracia: “La creación no es, de parte de Dios, un acto de expansión de sí, sino de retiro, de renuncia. Dios y todas las criaturas son menos que Dios solo. Dios aceptó esta disminución. Vació de sí una parte del ser. Se vació en ese acto de divinidad [...] Dios permitió la existencia de cosas distintas a él, de un valor infinitamente menor que él. Por el acto creador se negó a sí mismo, así como Cristo nos prescribe negarnos a nosotros mismos. Dios se negó en sí mismo a favor nuestro para darnos la posibilidad de negarnos por él. Esta respuesta, este eco que está en nuestro poder rechazar, es la única justificación posible para la locura del amor”.19
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El mundo, por lo tanto, ese mundo del mal, de la necesidad, del sufrimiento, de la desdicha que Dios creó al retirarse y que sólo habita por ausencia, ese mundo en el que Weil, al asumir el sitio de los obreros, fue marcada “con el hierro al rojo vivo de los esclavos” es, por lo tanto, un mundo que sólo puede redimirse mediante otro acto de renuncia puro, libre, gratuito e inútil en su apariencia, como el que, según Weil, hizo el propio Dios al crear el mundo, como el que ella misma hizo a los cinco años y más tarde descubrió en el cuento de “Las seis cigüeñas”, y como el que finalmente se le reveló en Cristo, bajo la soledad de Solesmes, y la llevaría al sanatorio de Ashford. Ese acto es el de la encarnación y la pasión de Cristo, no vistos desde el plano cristiano de una redención sobrenatural a un pecado que el hombre cometió libremente, sino como un ingreso de Dios, tan libre y tan gratuito como el de la creación, en el ámbito de las leyes de la necesidad, de la esclavitud y de la obediencia.
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Para Weil, Cristo, –sometido a las leyes ciegas de la naturaleza y del poder humano, que lo convierten en un desdichado, es decir, en un hombre que, como lo muestra su agonía en el Huerto de los Olivos, experimenta el mal en todas sus vertientes,20– se mantiene intocado en la medida en que asume ese sometimiento desde el ágape, desde el amor que en su desasimiento es perfecta intimidad con el Dios ausente. A pesar de que al encarnarse y aceptar el despojamiento más atroz, el de la cruz, Dios renunció a mantenerse en el conocimiento, en la intimidad infinita de la vida trinitaria, que es pura identidad –como la que los amantes pueden experimentar cuando se encuentran lo más cerca posible– y, por la totalidad del espacio y del tiempo, hechos de materia mecánicamente brutal, puso entre esa intimidad una distancia igualmente infinita –como la que los amantes podrían experimentar si los separara el mar–, a pesar de ello, su amor, que es pura renuncia permanece en esa intimidad. “El amor –escribe Weil– entre Dios y Dios, que es el mismo Dios, es ese vínculo que se extiende por debajo y triunfa sobre una separación infinita. La unidad de Dios, donde desaparece cualquier pluralidad, y el abandono en donde cree encontrarse Cristo sin dejar de amar perfectamente a su Padre, son dos formas de la virtud divina, del mismo amor que es Dios mismo”.21
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Ciertamente, la interpretación que Weil hizo de su experiencia mística poco o nada tiene que ver con la interpretación ortodoxa del cristianismo. Podemos rastrear en ella, como el propio Moeller lo hizo, 22 a la enamorada del amor fati (el amor al destino) de los estoicos, a la gnóstica, a la cátara, a la maniquea. Sin embargo, nadie –con excepción de Teresa de Calcuta– en el Occidente del siglo XX, pensó y vivió la dimensión del ágape como Weil; nadie le dio un contenido tan maravilloso a esa sensación inefable de la gracia. Para encontrar algo parecido habría que remontarse al maestro Eckhart, a Juan de la Cruz, a Miguel de Molinos o a Teresa de Ávila. Ellos, místicos también, no vivieron, como habría querido Möeller, en el estrecho marco de una interpretación que se pretende total de lo inefable.23 Por el contrario, lo dejó resonar en ella y con él forzó su vida y el lenguaje que tenía al alcance para hacerlo decir su indecibilidad, De allí lo intachable de su vida, ante la que el propio Moeller se inclina,24 de allí su incomodidad, su asombroso decir cuya substancia, siempre inasible, porque pertenece al orden de lo inefable de la sensación y de la gracia, nadie puede objetar y, semejante al lenguaje de la mejor tradición mística, nos deja “en un no sé qué que queda balbuciendo” sin el cual la vida del hombre y del mundo no valdrían nada; de allí, también la radicalidad moral de sus escritos políticos sin los que bajo esta luz no podrían comprenderse a cabalidad.
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Simone Weil vivió bajo la experiencia de la gracia y esa gracia, en la que Dios habita, se encuentra “entre el silencio y la palabra”, es decir, en un lugar vacío, en ese lugar en el que Weil, asombrada al descubrirlo, vivió. La vida de Weil no partió de una teoría ni de una doctrina, sino, como he dicho, de una experiencia informe que, al forzar el lenguaje de su cuerpo y de su cultura, llenó de contenido. “La creación, la pasión, la eucaristía –escribe en Connaissance surnaturelle25 siempre ese mismo movimiento de retiramiento [...] es el amor”; el amor que se abstiene de la fuerza, que renuncia a su poder para que los otros sean, que es pura alegría en la donación que es abstención de sí. Ese amor, aunque presente, no siempre aparece entre nosotros, pero en los escasos momentos en que lo hace obra sobre la realidad y tiende un puente magnífico entre los hombres y Dios. Así el místico, por encima de los dogmas, del poder y los egoísmos, recupera el sentido que habita al hombre y hace habitable el mundo.
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Notas:
1. Citado por Charles Moeller en “Simone Weil et la incroyance des croyants”, en Littérature du XXème siècle et christianisme, t. I, “Silence de Dieu“ , Casterman Tournai, París, 1954, p. 225. La traducción es mía.
2. “La flor saxifraga”, en El signo y el garabato, Joaquín Mortiz, México, 1973, p. 103.
3. Charles Moeller, op.cit, p. 221.
4. Cf. Simone Pétrement, Vida de Simone Weil, Editorial Trota, Madrid, 1997, pp. 66 y 67 y Simone Weil, Oeuvres, Gallimard, París, 1999, p. 803.
5. En sus ensayos “El marxismo” (1934) y “Sobre las contradicciones del marxismo” (1938) Ouvresop. cit., pp. 351-364–, Weil reprocha al marxismo no sólo el ser “la más alta expresión espiritual de la sociedad burguesa”, sino también su carácter mesiánico y la exaltación que hace de la producción industrial, cuyas máquinas “son más opresivas” que las herramientas manuales que implican inteligencia, habilidad y dignifican al hombre.
6. Ouvres, Gallimard, París, 1951 op. cit., “El año de fábrica (1934-1935)”, pp. 343-381.
7. Op. cit., “El año de fábrica (1934-1935)”, pp. 343-381.
8. Según la madre de Weil, el pueblo estaba situado entre Vianado Castelo y Oporto, Cf. ibid. p. 382.
9. Hay que recordar que Weil siempre fue un mujer físicamente débil y enfermiza.
10. “Autobigraphie spirituelle”, en Attente de Dieu, Fayard, París, 1966. La traducción es mía.
11.Lettre a Georges Bernanos”, en Simone Weil, Oeuvres, op. cit., pp. 405-409. La traducción de las citas es mía.
12. En la orilla derecha del Ebro, donde su destacamento había acampado, cuenta Simone Pétrement, se encendió “un fuego para la cocina en un agujero cavado en la tierra [...] En el mismo nivel del suelo [...] se había colocado un enorme sartén con aceite para una fritura. Simone [a causa de su miopía] no lo vio y metió todo el pie en pleno aceite hirviendo. Aunque el calzado le protegió el pie, sufrió graves quemaduras en toda la parte baja de la pierna izquierda y en la corva [...]”, op.cit. p.415.
13. Op. cit., p. 43.
14. Cf. al respecto la traducción que de ese texto está publicada en la revista Ixtus, No. 1, mayo-junio 1993, p. 35.
15. De este libro sólo conozco las citas que Charles Moeller hace en el ensayo que le dedica a Weil, op. cit.
16. André Comte-Sponville, “Amor”, en Pequeño tratado de las grandes virtudes, Editorial Andrés Bello, Chile, 2000, p. 273.
17. No he logrado saber todavía si Weil tuvo contacto con ese pensamiento. En todo caso, al provenir de una familia judía culta es probable que ellas se hayan filtrado en algún momento en las conversaciones familiares y hayan quedado grabadas en la memoria de Weilquien, más tarde, a partir de su experiencia mística, articulará a su manera.
18. Ixtus, op. cit., p. 38.
19. Citado por Comte-Sponville en op.cit., p.274.
20. “La desdicha –escribe Weilen “El amor de Dios y la desdicha” —endurece y desespera porque imprime hasta el fondo, como un hierro al rojo vivo, ese desprecio, ese disgusto e incluso esa repulsión de sí mismo, esa sensación de culpabilidad y de suciedad que el crimen debería lógicamente provocar y no lo hace. El mal habita en el alma del criminal sin que lo sienta. Lo experimenta el alma del inocente desdichado. Todo sucede como si el estado del alma que por esencia conviene al criminal hubiera sido separado del crimen y atado a la desdicha en la misma proporción que la inocencia de los desdichados [...]
“[...] ‘Se hizo pecado por nosotros’ no se refiere solamente al cuerpo de Cristo suspendido en la cruz que se ha convertido en maldición, sino también a su alma. De igual forma cualquier inocente se siente maldito en la desdicha [...]”, op. cit., pp. 37 y 38.
21. Op.cit.
22. Su decir fue siempre sospechoso para la ortodoxia que, en el caso de Eckhart y de Miguel de Molinos, implicó un proceso inquisitorial que los condujo a la retratactación y a la quema de algunos de sus libros —Molinos mismo, que murió preso en las mazmorras de la Inquisición, aún no ha sido reivindicado por la Iglesia—y en el caso de Teresa y Juan, a la defensa de hombres respetados por la ortodoxia que lograron traducir sus revelaciones a contenidos ortodoxos y salvarlos del anatema.
23. “Si es verdad —escribe en las conclusiones del ensayo que le dedicó— que no son los que dicen ‘Señor, Señor’ los que entrarán en el Reino de Dios, sino‘ los que hacen la voluntad de mi Padre que está en los Cielos’, podemos creer que Simone Weil, que siempre creyó actuar conforme a su conciencia y murió a los 34 años, en plena juventud, por haber sacrificado su vida a la de sus hermanos, está en la paz de Cristo”. Op. cit., p. 255, La traducción es mía.
24. Citado por Charles Möeller en op.cit., p. 242.

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