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jueves, 28 de abril de 2011

¿QUÉ ES EL SURREALISMO?, André Breton

El 1ro. de junio de 1934, André Breton dio lectura en Bruselas a un encuentro público organizado por los surrealistas belgas. Esta lectura era hecha pública como un panfleto inmediatamente después.


¿Qué es el Surrealismo?

Han  declarado surrelismo absoluto:
Messrs. Louis Aragon, François Baron, Jacques-Andre Boiffard, André Breton, Jean Carrive, René Crevel, Joseph Delteil, Robert Desnos, Paul Éluard, Francis Gérard, Georges Limbour, Georges Malkine, Max Morise, Pierre Naville, Marcel Noll, Benjamin Péret, Gaetan Picon, Philippe Soupault, Roger Vitrac.

Pensamientos Nocturnos de Young son surrealistas de cubierta a cubierta. Desafortunadamente, es un cura que habla; un mal cura, a estar seguros, todavía un cura.


Heráclito es surrealista en dialéctica
Lully es surrealista en definición.
Flamel es surrealista en la noche del oro.
Swift es surrealista en malicia.
Sade es surrealista en sadismo.
Carrier es surrealista en ahogando.
"El Monje" de Lewis es surrealista en la belleza del diablo.
Achim von Arnim es surrealista absolutamente, en espacio y tiempo.
Rabbe es surrealista en muerte.
Baudelaire es surrealista en morales.
Rimbaud es surrealista en la vida y en otro lugar.
Hervey Saint-Denys es surrealista en el sueño dirigido.
Carroll es surrealista en el sinsentido.
Huysmans es surrealista en pesimismo.
Seurat es surrealista en diseño.
Picasso es surrealista en cubismo.
Vaché es surrealista en mí.
Roussel es surrealista en anécdota. Etc.

LA PATA DE MONO, W.W. JACOBS

I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

PROPUESTA LITERARIA DE TAIBO EN LA IBERO DE PUEBLA

En su primera visita a la universidad y como parte de las actividades de la Semana del Libro 2011, el premio Internacional Dashiell Hammett convivió amenamente con los asistentes en una charla que improvisó, “ya que no hay nada más peligroso que hartarse y repetirse a sí mismo”, tal como expresó.


La plática estuvo centrada en las lecturas que el novelista ha hecho a lo largo de su vida y en las que ha identificado que “siempre hay una lectura doble”, ya que los personajes se parecen a la realidad o intervienen en los sueños, alterándolos de manera sustancial.


“Soy lo que he leído” afirmó, y enseguida contó que su primera lectura, realizada a los cinco años, fue para descubrir a Robin Hood, “un hombre vestido con falda, con arco y con flecha que andaba por los bosques de Sherwood para quitarle el dinero a los ricos y repartirlo entre los pobres”.


De ahí, que Taibo II soñara con andar vestido de escocés y “con esas faldas padrísimas”. Pero en la realidad descubrió que de usar falda en 1966 sería un acto “jodido” y riesgoso por el contexto machista en el que se desenvolvía. En aquellos años iba a la secundaria y para defenderse aprendió que no había otro instrumento que el tener la lengua afilada.


Otra lectura le llevó a descubrir al Capitán Tormenta, un personaje creado por Emilio Salgari. “Resultó que mi héroe era una mujer que defendió a su pueblo de los turcos”, recordó en tono bromista.
Aquel protagonista le hizo ver que en 1968 esa mujer se parecía a las “chavas” que contradecían a sus papás y se salían de sus casas para participar en el movimiento estudiantil, y con ello ganaban sus batallas de género y sus peleas políticas.


“Eres lo que lees”, reafirmó, y tras sorber un poco de refresco, dijo que es imposible separar lo vivido de lo leído. “¿Qué es más significativo: un manco llamado Miguel de Cervantes o el último de los caballeros conocido como Don Quijote’”, preguntó.


Para Paco Ignacio Taibo II “leer ha sido un acto de educación sentimental, de creación de la columna vertebral y de resistencia ante la malvada realidad”. Por ello, personajes como Francisco Villa –de quien realizó una apasionada biografía– o los tres mosqueteros entran en sus sueños y apalean a los que le causan problemas: políticos, cardenales o presidentes que “comandan una absurda guerra contra el narcotráfico”.


El escritor reafirmó que la literatura construye sueños, da un pensamiento crítico, otorga la capacidad de analizar y, además, sirve para “organizar la venganza”. “Imagínense a Pancho Villa dándole de tiros a Jacobo Zabludovsky cuando negó el movimiento estudiantil, o a Carlos Salinas, el autor de fraudes electorales”, dijo y sonrió.


“Somos lo que leemos: somos Peter Pan, el personaje que protege los sueños de los niños burgueses, somos Frankenstein el monstruo que no es tan malo y me pregunta todas las mañanas si sigo siendo de la izquierda y al que respondo que sí, que después de 30 años el gobierno no me va a doblar”, confió Taibo II para luego dar paso a las preguntas de los estudiantes.


Por último, el escritor dijo que varios personajes literarios se parecen a él. “Soy Eliot Ness y los Intocables porque estoy más allá de la corrupción, son Maquiavelo el príncipe, son Tarzán para sobrevivir y el poeta Safo, quien con versos diría que ésta no es nuestra guerra ni es para liberarnos, sino que es tiempo para limpiar la casa y salir de este delirio que nos ha costado la muerte de 85 mil personas”, concluyó.


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Se excluye la opinión personal de Paco Taibo sobre las elecciones mexicanas de 2012, para fijarse en las ideas sobre la fantasía de este genial escritor pronunciadas nada menos que en la Universidad Iberoamericana de la ciudad de Puebla.

domingo, 24 de abril de 2011

CANTO EN LA NOCHE DEL VAGABUNDO, Goethe

Canto en la Noche del Vagabundo I

Tú que desde el arte de los cielos,
todos los dolores y las penas silencias,
y el doblemente desgraciado corazón
doblemente con refresco inundas,
¡yo estoy cansado de contender!
¿Por qué este arrobamiento y malestar?

La paz descendiendo
¡Ven ah, ven hacia mi pecho!



Canto en la Noche del Vagabundo II

Allá arriba todas las cumbres
están todavía.
En todas las copas de los árboles

sentirás más que el rocío.
Los pájaros en el bosque pararon de platicar.
Pronto, con lo hecho caminando,
tú descansarás, también.

MyE (3) : LA APARIENCIA Y EL PODER

Y dicen que la apariencia es el poder, y es que la imagen no queda en el olvido.

Napoleón frente a la Esfinge.

El destino le negaría a Napoleón conquistar al mundo.

Pero Napoleón se plantó ante la majestuosa esfinge.

La Esfinge perdura, Napoleón perdió.


Edmundo Dantés, pasa de ser prisionero en la isla de If

a convertirse en el magnánimo Conde de Monte Cristo.

Dentro de su plan vengativo, su apariencia imponente y fría

no permiten la posibilidad de error.


Jean Valjean, el perseguido, el estigmatizado

por la Justicia que no le perdona un robo,

se convierte en el Benefactor, en el hombre de poder,

que incluso ayuda a la gente para que no infrinjan la Ley.

El procurador de Justicia siempre en apariencia fuerte,

mientras el juicio humano no le contradiga a lo jurídico.

El astuto Odiseo se presenta en su palacio

vestido con los harapos de un mendigo.

Los pretendientes que han buscado su reino a través de Penélope

se burlan de alguién que usa esas vestiduras y parece un viejo inútil.

El vagabundo encorda el arco y dispara sobre los pretendientes.

Se fiaron de su apariencia, Odiseo vuelve por fin con Penélope.

viernes, 22 de abril de 2011

LA NOCHE Y LA LUNA


De la Eneida de Virgilio.

tacita per omnia silentia lunae

callada por todo el silencio de la luna

entre el silencio amigo de la luna callada

per amica silentia lunae


Medea en La Metamorfosis de Ovidio

Nox, ait, arcanis fidissima, quaeque diurnis
Aurea cum Luna succeditis ignibus, astra

"Noche" dice, "a los arcanos fidelísima, y los que
Áureos sucedéis, con la Luna, a los diurnos, astros.
 
Canidia en Epodos de Horacio

O rebus meis
non infideles arbitrae,
Nox et Diana,
quae silentium regis
arcana cum fiunt sacra,
nunc, nunc adeste, nunc in hostilis domos
iram atque numen vertite

Fieles protectoras de mis asuntos,
Noche y Diana,
que riges el silencio cuando los sagrados arcanos ocurren,
ahora, ahora, ahora, preséntense y vuelvan su ira y su poder
contra las casas enemigas.

¡Oh Noche! y ¡Oh Diana!,
compañeras fieles de mis empresas,
que presidís el silencio,
sedme propicias en la celebración de estos sagrados misterios,
ahora, ahora veníd, que vuestro numen se revuelva airado
contra las casas de mis enemigos.

¡Oh confidente de mis actos,
Noche y Diana,
tú que reinas sobre el silencio,
cuando se realizan los ritos secretos,
ahora, ahora mismo volcad sobre las casas enemigas
vuestra ira y vuestra divina voluntad!

¡Oh fieles testigos de mis acciones,
tú, Noche, y tú, Diana,
quienes son la Reina del Silencio,
donde nuestros secretos ritos son desarrollados,
ahora, ayúdenme ahora, ahora,
vuelvan su ira y su poder
en contra de las casas de mis enemigos.

¡Oh árbitros no infieles a mis asuntos,
Noche y Diana,
que reinas sobre el silencio
cuando se realizan los arcanos sagrados...

martes, 19 de abril de 2011

JEZZAMÁTICAS, Leonora Carrington

Nací a principios de la última mitad de los noventas, en muy curiosas circunstancias, en un eneahexagrama, matemáticamente.

La única persona que presenció mi nacimiento fue nuestro querido, fiel y viejo fox-terrier, Boozy, y un aparato de rayos X para esterilizar vacas. Mi madre se hallaba ausente a la sazón, tendiendo trampas a los langostinos que por aquella época infestaban las altas cumbres de los Andes, llevando la miseria y la devastación a los nativos.

Mi padre, profesional de golf en activo, inventó el famoso hoyo de arena perforado que se tragó a los iniciados de Lord Baden Powell trabados en estrecho combate en los Países Bajos.

Los primeros años de mi infancia transcurrieron en medio de agotadores estudios de las condiciones geológicas de los campos de juego submarítimos para personas desplazadas. Esto, por supuesto, me llevó lejos de mi tierra natal y sin embargo, amplió y extendió el campo de mi conciencia a tal grado que tuve que recurrir a un jíbaro especialista en reducir el tamaño de la cabeza para experimentar el proceso de acomodación normal de la mentalidad en las metrópolis del mundo.

Sin que me arredrara la maravillosa flexibilidad del reflejo craneano pude hacer un donativo de cálculos precisos al alcalde de Chorley, quien pasó a la posteridad cabalgando el primer devorador mecánico de yoghurt.

Aunque parezca que no viene al caso debo agregar que la invención de la máquina de pintar, que posteriormente se convirtió en el padre madre de la estética moderna, y la gran estabilidad móvil para el futuro esfuerzo artístico, surgió relampagueante (como un cometa) de la delicada sensibilidad de la primera computadora que se donó al equipo de cricket de Bolton con el fin de sacar puntos cuando el puntuar era un arte obsoleto. El hecho de que el aparato llegara a ser lo suficientemente fértil como para parir a la máquina de pintar no hace sino subrayar el carácter maravilloso de la Oportunidad Mecánica. Además, si el centro delantero le hubiera dado un plátano en lugar de la fórmula para promedios de una a cinco carreras por temporada es posible que hubiera sido otra la actividad de la computadora. Estos mal cálculos bárbaros produjeron el glorioso futuro del arte, de la cultura y nuevas y mejores líneas de ferrocarril de circunvalación en todo el mundo.

Debido a este accidente fortuito, la Máquina de Pintar, florecieron nuevos medios cual si fueran fructíferos percebes en el fondo nudoso de la inventiva humana.

"ERGOT EN EX HUMIDUS I CREATUM UNT."

Los hongos que cubrieron de flores la gloriosa profusión de la Desaparecida Razón Socromórfica engüeraron necrocríticamente como un huevo chino. Cita: "Somos, por consiguiente no somos lo que pudiéramos haber sido si fuésemos." (El profesor A.J. Ayer ha demostrado hasta la saciedad la lógica empírica de este argumento austero).

Así, debido a la capacidad maravillosa de la Máquina de Pintar penetré en los misterios del arte creativo cuando, de hecho, nací Jezza-mática.

Ergot.

Me encontraba sacando la raíz de un simposio hiperbólico con el fin de calcular el denominador exterior de una higuera en secciones xextopódicas cloriomorfacias iguales cuando la metamorfosis latente profirió bruscamente un gran chillido inesperado que fue algo entre un gritito y una sonrisa. Dio, por así decirlo, con el fin de devolver.

Magnificat.

Pintó. La Máquina pintó entidades orgánicas subterráneas, pintó faunas Chtónicas en contraste jubiloso con los cálculos de clase en agotadora despeculación relativa a la llamada recapitulación reductiva de la razón sentenciosa resumida. Este milagro fue suficiente, naturalmente, para lanzar una nueva era en políticas neoproletarias basadas en la siempre inflativa ética del gobierno anarco-organizado, un sistema de disentación circular para promover el crecimiento de las mutaciones del arroz en el círculo ártico. Cuestión de un drenaje bien planeado del campo de golf de Gleneagles al sur de Chile sólo para entrar en el agujero de los polos con Stratoproads procedentes de recientes artefactos ultraterrestres.

Abrigamos la confianza de que el público en general se haya ahora adecuadamente informado acerca de la sencilla pero ardua proyección del artista, desde la cálida humedad de la gestación genealógica hasta el mareante punto de congelación del óleo sobre el lienzo en una morfología bien establecida que va desde las vicisitudes de innumerables combinaciones de gnodes de color zoológico hasta la orquestación ambivalente de psiclogramas extrañamente sincronizados y hábilmente entreverados con esparavanes comprimidos en tabletas de malignidad concentrada sólo para explotar aquí y allá con la perversidad silenciosa de sirns cero en un gesto incalculable de asombro en suspenso.

domingo, 17 de abril de 2011

FOTOS DEL COLOQUIO SOBRE TECNOLOGÍA EN LO GÓTICO



Esta la mesa donde participamos abordando la temática "Irrupción en Distintas Formas de Expresión".

IRRUPCIÓN es una palabra clave en la escritura de lo fantástico.

Hablamos de que el clímax del suspense puede ser una Irrupción,

así lo maravilloso se puede deber a una Irrupción fuera de la normalidad,

y desde luego lo tenebroso, inexplicable son asaltos de alguna Irrupción.

En un post titulado:  ACEPCIONES DE FANTASÍA , invitamos a nunca perder la fantasía, haciendo presente alguna irrupción.

Celebrando el propósito de esta irrupción literaria concluida con la presentación de mi ponencia:


Una magnífica novela del gran escritor de Ciencia Ficción Herbert George Wells que invita  a presenciar esa Irrupción del avance tecnológico a través de un científico que descubre la fórmula de volverse invisible, pero saliéndose de la normalidad, se espanta a sí mismo, y se vuelve objeto de una persecución de una sociedad que no lo comprende.

Se impactó en el público asistente al Salón de Actos "Adolfo Sánchez Vázquez" de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM con esta Irrupción a través de una novela inglesa para mostrar la intolerancia que permea en nuestra sociedad actual ante los cambios o transformaciones que tienen que darse, primeramente por más libertad, así también por mejorar el nivel de vida, y por implementar el beneficio de la innovación tecnológica para el desarrollo del país.

Un cambio cultural que permita la integración de las culturas del mundo, y no un aislamiento carcelario que siga en el esquema del odio, la revancha, la venganza. Lo extraño debe asimilarse, debe aceptarse y debe tolerarse, un mundo sin discriminación y con reconocimiento de lo otro tiene esperanza.


Esta Irrupción de "La oscuridad en El Hombre Invisible creado por Wells" era previsible y ha contado con la fortuna de llegar a buen término, aquí se colocan algunos de los posts que anunciaban la presentación de este texto desde el año pasado, y los más recientes que causaban la expectativa hacia la Irrupción que fue llevada a cabo el pasado 4 de abril de 2011.


Jueves 12 de agosto de 2010


Jueves 10 de febrero de 2011


Jueves 24 de febrero de 2011



Poderosos jueves al germano Thor y al latino Júpiter que han permitido que el Lunes, día a la Luna, hayamos concluido este sueño hecho realidad.

Y como este blog anuncia, es una odisea lograr culminar escritos, presentarlos, hacer que nazcan, irrumpan como un diálogo abierto a nuestro mundo.



sábado, 16 de abril de 2011

DONNERSTAG

Un Dios que lanza rayos para castigar a los mortales, un dios castigador era Júpiter, de donde proviene la palabra jueves, dada por los romanos a su Dios más importante, al Padre de los Dioses.

Un Dios que es recordado por la gente del pueblo, cuando al agitar su martillo en los cielos produce truenos, que presagian la tormenta.  Los germanos daban la palabra Donnerstag al día jueves pero para celebrar al Dios del Trueno, un dios poderoso, pero hijo de Odín o Wotan.

¡ Rayos, truenos y centellas ! 

¿Quién tiene el copyright por los jueves, thursday o donnerstag?

Casualidad ritual antiquísima.


Precisamente los romanos nunca pudieron derrotar a los germanos, y fue esto contundente para precipitar la caída del otrora invencible Imperio Romano.

En el Parque Astérix se encuentra una gran estatua de Zeus lanzando su rayo, hay que recordar que los galos también fueron un pueblo que rechazaba su pertenencia al Imperio Romano.

Pero, es irónico, encontrar al majestuoso Zeus en el parque de Astérix.

TEMPORADA DE BRUJAS


En estos tiempos donde la creencia por lo sobrenatural, la aparición de sucesos mágicos, la conexión entre gente que no se ve y tal vez ni se conocen, la energía que liberan los seres humanos al crear, pone en una gran ocasión para disfrutar "Temporada de Brujas" donde el brillo de las palabras de los hechizos es precisamente la sugestión, que conlleva a creaciones de mundos fantásticos donde todo puede pasar.

Se espera también poder promocionar como una buena opción "Mundo Surreal" , en inglés "Sucker Punch", se comenta el director crea un mundo de fantasía increíble...

Y en estos delirios amorosos de más y más fantasía, invito a sumergirse en los mundos posibles de Remedios Varo y Leonora Carrington.

RESURRECCIÓN PoeTICA

MORELLA

Del genial relato de Poe
sobre la resurrección de la mujer amada

martes, 12 de abril de 2011

MyE (2) : EL TRIÁNGULO DEL AMOR


¿Qué se puede decir?

Hay una distancia entre el modelo impuesto por el Sistema y el modelo que realmente uno intenta vivir.

Es absurdo planear sobre el imaginario de que se cuenta con fuertes cimientos.

Sucede que se vive con la suposición de un país constituido donde los derechos se ejercen.

Recordar que desde mucho tiempo atrás, se establece para la comodidad de ciudadanos,
que hay garantías para conseguir beneficios futuros pero que no se vislumbran presentes.


COMPROMISO

Te casas con una idea de país, que requiere de ti, un fervor nacionalista, pero eso sucede porque desde que naces, cuando te casas, cuando el cadáver está siendo enterrado, estás anotado en un Registro Civil.

La Ley, en mucho de su aplicacion, se ha convertido en una quimera, en donde queda como broma, esos derechos que pertenecen a los ciudadanos, pero que no son compatibles con la realidad presente.

Sentir la nacionalidad implica atreverse a modificar, a transformar el status quo, si es indispensable derogar lo que no funciona, y volver a instituir o construir lo que se desea.


INTIMIDAD

Dejar de querer refugiarse en la religión falsa, no se trata de repetir un ritual que ya no se siente como propio.

Apagar ese enajenamiento de la gente que evita crear por estar satisfecho con la reproducción discursiva de los medios.

Aventurar en descubrir que existe mucho que compartir pero desgraciadamente no hay atrevimiento para expresar lo que se siente.

Para cambiar una sociedad se deben romper sus tabúes, candados, se debe realizar el intercambio de las diferentes propuestas que nutran la esperanza de un país latiendo por un futuro.


PASIÓN

No hay mañana, para demostrar todo lo que se puede hacer, eso que nos apasiona, es eso que nos impulsa al premio, a la gratificación, al cielo posible.

Esa chispa para romper los esquemas caducos, para encender a la nueva generación, y que ya se impulse la transformación hacia un mejor mundo, donde la oportunidad nos pueda sonreír y no quede nuevamente en el lejano horizonte o en el más allá.

domingo, 10 de abril de 2011

DAMA SOFISTICADA


DAMA SOFISTICADA

Ellos dicen que hacia tu temprana vida el romance vino
y dentro de este corazón tuyo prendió una llama
una llama que titilaba un día y murió afuera.
Entonces, con desilusión profunda en tus ojos
aprendiste que los estúpidos en el amor pronto se vuelven sabios.
Los años te han cambiado, de alguna manera,
yo te veo ahora

fumando, bebiendo, nunca pensando en el mañana, despreocupada,
los diamantes brillando, bailando, cenando con algún hombre en un restaurante.
¿Es eso todo lo que tú realmente quieres?
No, dama sofisticada,
yo se, que tú extrañas el amor que perdiste hace mucho tiempo
y cuando nadie está cercano tú lloras.

Dama sofisticada
tú lloras.


DAMA SOFISTICADA

Todos saben cómo ella obtuvo su nombre.

Ella es una dama diferente con un estilo diferente,
ella yergue alta y lista como la torre Eiffel,
ella está a la moda para la política pero ama su jazz,
ella ha obtenido montón de ritmo, ha obtenido montón de clase,
todos saben cómo ella obtuvo su nombre.

Ella usa vestidos hasta la rodilla con sus altos-altos paseadores.
Ella no tiene ningún apuñalador en la espalda, pero seguro es una complaciente.
Ella habla bajo y gentil, ella actúa muy suave.
Ella se pega cerca a su amante, ella obedece el mandamiento de Dios.

Todos saben cómo ella obtuvo su nombre.
Ella es la clase de persona que tú gustarías conocer
porque ella está siempre sonriendo y ella está siempre arreglada.
Ella puede prender un fuego en el hombre más frío.
Ella es una hermana hábil a la última moda en todo el país.

Ese es su nombre:
Dama sofisticada.


(Las imágenes son de la película "The Curse of Jade Scorpion")

sábado, 9 de abril de 2011

LA CLAVE MÍSTICA DE SIMONE WEIL, Javier Sicilia

Comprender a Simone Weil, “La Virgen Roja”, como la llamaron en un sutil y fraterno oximoron sus amigos comunistas, no es fácil. ¿Cómo entender a esa judía que jamás formó parte del judaísmo; a esa muchacha que sin ser comunista comprendió a cabalidad a Marx, dis- cutió, con una lucidez y una libertad poco comunes, con los mejores inte- lectuales marxistas, criticó sus equívo- cos y traiciones, y participó en las mo- vilizaciones obreras de los años trein- ta?; ¿cómo entender a la filósofa, discí- pula de Alain, que renunció a una bri- llante carrera académica para trabajar, sin las menores dotes prácticas, como obrera en una fábrica de la compañía eléctrica Alsthom; que no-violenta, más próxima a gandhi y a su discípu- lo Lanza del Vasto, con quien vivió una profunda amistad, dejó su patria para luchar al lado de Durruti y de los anarquistas españoles?; ¿cómo enten- der a esa gran enamorada de Cristo que jamás hizo parte de la Iglesia y siempre se negó a bautizarse?; ¿cómo, incluso, entender su muerte a los 34 años en el hospital de Ashford, Ingla- terra, cuando, después de infructuo- sos intentos para que se le permitiera formar un cuerpo de enfermeras que asistiera a cualquier herido en el cam- po de batalla de la segunda guerra mundial, renuncia a comer o a comer sólo lo que un soldado en la trincheras comía?
Simone Weil no sólo es inclasifica- ble, sino incómoda. Ni marxistas, ni anarquistas, ni cristianos, ni mucho menos judíos, logran encontrarle un nicho. En todo caso, asombrados ante su irreprochable capacidad de entrega y su lucidez, la viven como un dolor de cabeza, como alguien que es más fácil juzgar en su inasibilidad e irreductibi- lidad que comprender.
La razón es tan simple como com- pleja: Simone Weil era una mística y, como todo místico, un ser de frontera que encontró en los lenguajes y el accio- nar del marxismo, del anarquismo, del estoicismo griego y del Evangelio una manera de dar forma a lo que en ella fue una experiencia inefable, es decir, una experiencia que, semejante a la de la
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Citado por Charles Moeller en “Simone Weil et la incroyance des croyants”, en Littérature du xxème siècle et christianisme, t. I, “Silence de Dieu“ , Casterman Tournai, París, 1954, p. 225. La traducción es mía.
“La flor saxifraga”, en El signo y el garabato, Joaquín Mortiz, México, 1973, p. 103.
poesía, pertenece al orden de un saber oscuro sobre el que habría que indagar para iluminar no sólo la profundidad y la novedad de sus textos políticos –de los que el poeta T.S. Eliot dijo que ha- bría que dárselos a leer a los jóvenes an- tes de que la propaganda ideológica los corrompiera–, sino su vida misma.
¿De qué orden era esa experiencia? Es innegable que del orden del amor. “Jamás –escribe a gustav Thibon co- mo un resumen de lo que la asediaba– he podido resignarme a que todos los seres humanos, distintos a mí, no estén por completo preservados de cualquier posibilidad de desdicha”.1 Se trata evi- dentemente del amor, del ágape, de la caridad. Pero ese amor que llega por gracia, aunque lo nombremos, no ex- presa nada. Antes que nada es una sen- sación, una experiencia que, como lo señalé, es del orden de lo inefable y, co- mo lo dice admirablemente el tratado de La nube del desconocimiento, no está ni en el silencio ni en la palabra, “sino entre ambos”. Esa sensación de la gra- cia en la medida en que es el producto de algo que entró en nosotros, pero que está más allá de nosotros, es informe. “La sensación –escribe Octavio Paz– es anfibia: nos une y nos separa simultá- neamente de la cosa”.2 Es, en el caso de
la experiencia de la gracia, la puerta por donde lo inefable entra, pero también por donde salimos para, trabajados por ella, encarnarnos en el mundo.
Para que la sensación acceda a la objetividad de la vida hay que trans- formarla en una forma. Los actos y el lenguaje que la traducen son el agente de esa transformación. La experiencia se convierte así en un lenguaje no sólo lingüístico sino carnal. “El místico –escribía Jacques Maritain– es poesía en acto”. Sus actos y sus palabras son un mismo decir. Con ello, la experien- cia adquiere un significado que no es un doble de la sensación ni de la expe- riencia que quiere significar. El místi- co al actuar su decir no representa sino produce de manera particular aquello que lo habita y cuya inefabilidad no siempre es decible de la misma mane- ra por otro. Su presencia y su decir son manifestaciones de lo inefable que no se habían expresado antes de esa ma- nera. Podríamos decir entonces que el místico, como lo decía Aristóteles, al referirse al arte, imita a Dios, pero no en el sentido de que lo copia, sino en el sentido de que a través de su persona- lidad hace aparecer algo del ser de Dios que siente por gracia.
Comprender a Simone Weil, “La Virgen Roja”, como la llamaron en un sutil y fraterno oximoron sus amigos comunistas, no es fácil. ¿Cómo entender a esa judía que jamás formó parte del judaísmo; a esa muchacha que sin ser comunista comprendió a cabalidad a Marx, discutió, con una lucidez y una libertad poco comunes, con los mejores intelectuales marxistas, criticó sus equívocos y traiciones, y participó en las movilizaciones obreras de los años treinta?; ¿cómo entender a la filósofa, discípula de Alain, que renunció a una brillante carrera académica para trabajar, sin las menores dotes prácticas, como obrera en una fábrica de la compañía eléctrica Alsthom; que no-violenta, más próxima a Gandhi y a su discípulo Lanza del Vasto, con quien vivió una profunda amistad, dejó su patria para luchar al lado de Durruti y de los anarquistas españoles?; ¿cómo entender a esa gran enamorada de Cristo que jamás hizo parte de la Iglesia y siempre se negó a bautizarse?; ¿cómo, incluso, entender su muerte a los 34 años en el hospital de Ashford, Inglaterra, cuando, después de infructuosos intentos para que se le permitiera formar un cuerpo de enfermeras que asistiera a cualquier herido en el campo de batalla de la segunda guerra mundial, renuncia a comer o a comer sólo lo que un soldado en la trincheras comía?
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Simone Weil no sólo es inclasificable, sino incómoda. Ni marxistas, ni anarquistas, ni cristianos, ni mucho menos judíos, logran encontrarle un nicho. En todo caso, asombrados ante su irreprochable capacidad de entrega y su lucidez, la viven como un dolor de cabeza, como alguien que es más fácil juzgar en su inasibilidad e irreductibilidad que comprender.
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La razón es tan simple como compleja: Simone Weil era una mística y, como todo místico, un ser de frontera que encontró en los lenguajes y el accionar del marxismo, del anarquismo, del estoicismo griego y del Evangelio una manera de dar forma a lo que en ella fue una experiencia inefable, es decir, una experiencia que, semejante a la de la poesía, pertenece al orden de un saber oscuro sobre el que habría que indagar para iluminar no sólo la profundidad y la novedad de sus textos políticos –de los que el poeta T.S. Eliot dijo que habría que dárselos a leer a los jóvenes antes de que la propaganda ideológica los corrompiera–, sino su vida misma.
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¿De qué orden era esa experiencia? Es innegable que del orden del amor. “Jamás –escribe a Gustav Thibon como un resumen de lo que la asediaba– he podido resignarme a que todos los seres humanos, distintos a mí, no estén por completo preservados de cualquier posibilidad de desdicha”.1 Se trata evidentemente del amor, del ágape, de la caridad. Pero ese amor que llega por gracia, aunque lo nombremos, no expresa nada. Antes que nada es una sensación, una experiencia que, como lo señalé, es del orden de lo inefable y, como lo dice admirablemente el tratado de La nube del desconocimiento, no está ni en el silencio ni en la palabra, “sino entre ambos”. Esa sensación de la gracia en la medida en que es el producto de algo que entró en nosotros, pero que está más allá de nosotros, es informe. “La sensación –escribe Octavio Paz– es anfibia: nos une y nos separa simultáneamente de la cosa”.2 Es, en el caso de la experiencia de la gracia, la puerta por donde lo inefable entra, pero también por donde salimos para, trabajados por ella, encarnarnos en el mundo.
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Para que la sensación acceda a la objetividad de la vida hay que transformarla en una forma. Los actos y el lenguaje que la traducen son el agente de esa transformación. La experiencia se convierte así en un lenguaje no sólo lingüístico sino carnal. “El místico –escribía Jacques Maritain– es poesía en acto”. Sus actos y sus palabras son un mismo decir. Con ello, la experiencia adquiere un significado que no es un doble de la sensación ni de la experiencia que quiere significar. El místico al actuar su decir no representa sino produce de manera particular aquello que lo habita y cuya inefabilidad no siempre es decible de la misma manera por otro. Su presencia y su decir son manifestaciones de lo inefable que no se habían expresado antes de esa manera. Podríamos decir entonces que el místico, como lo decía Aristóteles, al referirse al arte, imita a Dios, pero no en el sentido de que lo copia, sino en el sentido de que a través de su personalidad hace aparecer algo del ser de Dios que siente por gracia.
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En el caso de Weil, la sensación adquirió muy pronto un contenido: en 1914, a la edad de cinco años, recuerda Charles Moeller, uno de sus más lúcidos detractores, “al saber por un marino, que vivía cerca de la casa de sus padres, de las privaciones de los soldados en las trincheras, decidió privarse de azúcar”.3 Ese acto, que balbucía ya la sensación que la habitaba, adquirió un primer contenido lingüístico en el Liceo, bajo las enseñanzas de Alain y en un cuento de Grimm, “Las seis cigüeñas”.4 En el trabajo que dedica a analizarlo –un trabajo que el propio Alain calificó de excelente–, Weil, al interrogar desde su acto de niña el silencio y la paciente labor que la séptima hermana realiza, a riesgo de su vida, para devolverles su forma humana a las seis hermanas que el encantamiento de una bruja transformó en cigüeñas, descubre por vez primera el sentido de su acto: la abstención que en su sufrimiento salva, una abstención que es pura y gratuita libertad en la obediencia.
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No se detendría allí. En los años que van de 1928 a 1934, Weil descubre un nuevo lenguaje y un nuevo accionar que le permiten dar un mayor contenido a lo que la respuesta de la niña, las enseñanzas de Alain y el cuento de “Las seis cigüeñas”, le habían dado: las luchas obreras y el marxismo. Ambos, amparados por el acto gratuito con el que la gracia se había expresado en ella, eran, para Weil, una manera de dar una dirección colectiva a lo que en ese momento sólo habían sido respuestas puramente personales a la sensación que la asediaba. No le bastó: los conflictos ideológicos, los intereses grupales y las contradicciones del pensamiento de Marx,5 que terminaban por traicionar la moral, el servicio y la gratuidad del acto, la decepcionaron. La reflexión intelectual del marxismo y sus intentos por tomar el poder para salvar del sufrimiento a los desdichados, eran, a diferencia de lo que a ella le sucedía, sólo un reflejo, una ideología, y, por lo tanto, sólo un contenido parcial de esa verdad que estaba en su sensación y que el cuento de Grimm le mostró con la oscura luz de la poesía. De allí sus críticas y sus discusiones con los intelectuales comunistas. Faltaba algo: una radicalidad mayor en relación con lo que la gracia le provocaba. No sólo un ir más allá de la privación del azúcar, ese más allá que vivió cuando, sin abandonar su cátedra de filosofía, asumió las luchas obreras, sino un más allá más lejano, ese más allá en el que la protagonista del cuento de las cigüeñas se había colocado.
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En los años 1934-1935 toma ese sitio: renuncia a su cátedra de filosofía, en donde tenía asegurada una brillante carrera y, contratándose como operaria de una fábrica de la compañía eléctrica Alsthom, vive en todos los sentidos la vida de un obrero de los años treinta. Su experiencia –que puede rastrearse en La condition ouvrière6 y en el Diario de fábrica, del que da abundantes detalles Simone Petrement–,7 en el orden de su vida interior tiene resonancias inmensas, que la colocan precisamente en el centro de aquella inefabilidad de la gracia: “Después de mi año de fábrica –escribe en una carta del 15 de mayo de 1942 al padre Perrin–, antes de retomar la enseñanza, mis padres me llevaron a Portugal donde los dejé para ir sola a un pequeño pueblo.8 De alguna manera tenía el alma y el cuerpo despedazados. Aquel contacto con la desdicha había matado mi juventud. Hasta ese momento no había tenido otra experiencia de la desdicha que la mía propia que, al ser sólo mía, me parecía de poca importancia, y que al ser biológica9 y no social, era sólo una semidesdicha. Sabía bien que había mucha desdicha en el mundo –estaba obsesionada con ella–, pero nunca la había constatado mediante un contacto prolongado. Al estar en una fábrica, confundida a los ojos de todos y a los míos propios con la masa anónima, la desdicha de los otros entró en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, porque al haber olvidado realmente mi pasado y no esperar ningún porvenir, podía difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a esas fatigas. Lo que allí sufrí me marcó de manera tan durable que todavía hoy, cuando un ser humano, cualquiera que sea y en cualquier circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo dejar de pensar que debe haber un error y que el error por desgracia y sin ninguna duda se disipará. Allí recibí para siempre la marca de la esclavitud como la marca del hierro al rojo vivo que los romanos ponían en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces me he mirado siempre como una esclava.
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“En ese estado de espíritu y en un estado físico miserable entré en ese pequeño pueblo portugués [...] el día de la fiesta patronal. Las mujeres de los pescadores navegaban en procesión llevando cirios y recitando cánticos muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada puede dar idea de ello. Yo nunca he escuchado algo tan desgarrador que el canto de los sirgadores del Volga. Allí, repentinamente, tuve la cereza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no pueden dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos.”10
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Con esa sensación de esclavitud, buscando una salida para esa miseria, para esa nada con la que había sido grabada, y que estaba en el centro de su experiencia espiritual; buscando una nueva manera de decirla, descubre en el CNT (Conferencia Nacional del Trabajo), de inspiración anarquista, que dominaba el movimiento sindical español con dos millones de adherentes, una alternativa. La CNT, como le escribió en 1938 a Georges Bernanos,11 era de entre todos los grupos que “apelaban a las capas despreciadas de la jerarquía social”, el último que le inspiraba confianza. A través de él –y porque, como lo dice en esa misma carta–, “la situación moral [esa situación que había vivido hasta el fondo en su vida de obrera] de los que se encuentran en la retaguardia la lleva “moralmente a participar” en la guerra civil, en el grupo internacional de las milicias anarquistas de Durruti.
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Después de un accidente,12 que la constriñe a regresar a Francia, y de negarse a volver a España, porque, continúa en su carta a Bernanos, no quería más “participar en una guerra que ya no era, como [le] pareció al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios terratenientes y una clerecía cómplice de los propietarios, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia, en donde la ignominia campeaba por todas partes”, devastada, con esa sensación de esclavitud, de nada, que le había dejado su experiencia obrera, pasa en 1938 diez días –del domingo de Ramos al martes de Pascua– en el monasterio de Solesmes. Allí –después de que en 1937, en Asís, en la capilla de Santa Maria degli Angeli, donde San Francisco había orado muchas veces, se arrodilló por vez primera– experimenta un nuevo ahondamiento espiritual: “Tenía dolores de cabeza intensos –continúa en la carta que dirige al padre Perrin–; cada sonido me dañaba como un golpe; y un extremo esfuerzo de atención me permitía salir fuera de esta miserable carne, dejarla sufrir sola, aplastada en su rincón, y de encontrar un gozo puro y perfecto en la inaudita belleza del canto y de las palabras. Esta experiencia me permitió por analogía comprender mejor la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha. No es necesario decir que a lo largo de estos oficios el pensamiento de la Pasión de Cristo entro en mí de una vez por todas”.13
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¿Qué vio por fin, con toda claridad del sentido de la gracia que desde su infancia y a través de múltiples sensaciones que siempre se referían a la compasión, marcó el derrotero de su vida y le permitió decirse apasionada y rigurosamente a la vez en las diferentes causas que abrazó y en los lenguajes que utilizó para decirla? ¿Qué subyacía y subyace en cada uno de sus escritos políticos que la hicieron tan cercana y a la vez tan ajena al marxismo como a cualquier tipo de ideología y que constituyó su manera genial, profundamente humana, de amar y defender al hombre, como si a través de esos escritos se revelara de manera apofática, es decir, de manera no evidente, como una pura señal, la inefabilidad de su experiencia?; o, en otras palabras, ¿qué había en esos textos de carácter político que le permitió forzar el lenguaje del marxismo y de toda la tradición política para hacerlos decir lo indecible de su experiencia en cuanto tal? ¿Qué entró en su vida de la pasión de Cristo que la llevó a un mayor desasimiento que culminó en el sanatorio de Ashford, reeditando, de manera ahora sí clara y absoluta, el mismo gesto de la niña de cinco años que algún día fue?
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El contenido de su experiencia –porque éste, en la medida de su inefabilidad nunca se comprende de manera inmediata ni total– habría que encontrarlo diseminado en su libro, La gravedad y la gracia, en uno de sus últimos ensayos, “El amor de Dios y la desdicha” que, fechado en 1942, publicó, después de su muerte, el padre Perrin en la Attente de Dieu,14 y en su último libro, Connaisance surnaturelle.15
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Frente a la pregunta sobre el problema del mal, del sufrimiento de los hombres, del que por gracia –lo hemos visto– fue siempre muy sensible y que por respuesta a esa gracia vivió de manera profundamente personal, y delante de su experiencia espiritual que la llevó, a pesar de haber sido criada en el ateísmo, a afirmar la existencia de Dios, ninguna respuesta de las dadas por la filosofía debió satisfacerle. ¿Por qué –habría que imaginarse a Weil en sus cavilaciones interiores– Dios, el todo-poderoso, el totalmente otro, que no carece ni tiene necesidad de nada porque es todo el ser y todo el bien posible, habría creado el mundo? Si crear solo tiene sentido si algo puede mejorarse, ¿qué otra cosa podría haber creador ese Dios sino algo menor a él, es decir, algo que en sí mismo contuviera la imperfección que llamamos mal? ¿Qué sentido tenía entonces crear? ¿Qué sentido vivir, como la experiencia interior le había exigido vivir desde su más tierna infancia: negándose, reduciéndose, sometiendo su ser y su voluntad para servir a otros, sin que ese servicio pudiera mejorar un ápice de esa creación? ¿Qué sentido tenía entonces la pasión de Cristo que, como ella afirmó en su carta a Perrin, entró en su vida “de una vez por todas” y parece tan inútil como la diseminación del mal que su muerte no pudo contrarrestar?
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Weil, que no se formó ni en el cristianismo ni en el judaísmo, para el que tuvo, como lo tuvo también para la Iglesia y para todas las causas que se fincaban en el poder, duros reproches, pero que experimentó y vivió la gracia de manera poco común, el único lenguaje que tuvo para interpretar espiritualmente su experiencia fue el del mundo estoico, que le trasmitió Alain y que, al igual que lo hizo con el marxismo, forzó hasta hacerlo decir lo que no podía decir en el orden de la inefabilidad de su experiencia. Así, frente a la pregunta: ¿qué es este mundo?, Weil responde: la ausencia de Dios, su retiro, su distancia, que llamamos espacio; su espera, que llamamos tiempo, su huella, que llamamos belleza. “Dios [en consecuencia, señala Comte-Sponville al comentarla] sólo pudo crear retirándose (de lo contario sólo habría Dios) o manteniéndose (de lo contrario no habría nada, ni siquiera mundo) bajo la forma de la ausencia, del secreto, del retiro, como la huella que deja en la arena un caminante al bajar la marea, único testimonio [...] a un tiempo de su existencia y desaparición”.16
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En este sentido, el retiramiento de Dios –que antes de Weil formuló en el siglo XVI el cabalista Isaac Luria bajo el nombre de tsimtsum (retirada),17– fue un acto de amor no del amor eros, que siempre es egoísta y que vio reflejado en las traiciones de los comunistas y de los anarquistas; tampoco de philia (amistad) que necesita de la presencia del otro, sino de ágape (caridad). “Dios –escribe Weil en “El amor de Dios y la desdicha”, haciendo resonar las palabras de San Juan en su primera epístola (4, 8 y 16): Théos ágape stin (“Dios es amor”)– creó por amor, mediante el amor; no creó otra cosa que al amor mismo y los medios del amor”.18 Ese amor, que se da en el retiramiento, nunca es un más de ser. Es, por el contrario, como ella lo vivió siempre, un amor de disminución, de negación, una debilidad, una renuncia gratuita, un puro querer de la libertad en la obediencia. Así, escribe en La gravedad y la gracia: “La creación no es, de parte de Dios, un acto de expansión de sí, sino de retiro, de renuncia. Dios y todas las criaturas son menos que Dios solo. Dios aceptó esta disminución. Vació de sí una parte del ser. Se vació en ese acto de divinidad [...] Dios permitió la existencia de cosas distintas a él, de un valor infinitamente menor que él. Por el acto creador se negó a sí mismo, así como Cristo nos prescribe negarnos a nosotros mismos. Dios se negó en sí mismo a favor nuestro para darnos la posibilidad de negarnos por él. Esta respuesta, este eco que está en nuestro poder rechazar, es la única justificación posible para la locura del amor”.19
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El mundo, por lo tanto, ese mundo del mal, de la necesidad, del sufrimiento, de la desdicha que Dios creó al retirarse y que sólo habita por ausencia, ese mundo en el que Weil, al asumir el sitio de los obreros, fue marcada “con el hierro al rojo vivo de los esclavos” es, por lo tanto, un mundo que sólo puede redimirse mediante otro acto de renuncia puro, libre, gratuito e inútil en su apariencia, como el que, según Weil, hizo el propio Dios al crear el mundo, como el que ella misma hizo a los cinco años y más tarde descubrió en el cuento de “Las seis cigüeñas”, y como el que finalmente se le reveló en Cristo, bajo la soledad de Solesmes, y la llevaría al sanatorio de Ashford. Ese acto es el de la encarnación y la pasión de Cristo, no vistos desde el plano cristiano de una redención sobrenatural a un pecado que el hombre cometió libremente, sino como un ingreso de Dios, tan libre y tan gratuito como el de la creación, en el ámbito de las leyes de la necesidad, de la esclavitud y de la obediencia.
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Para Weil, Cristo, –sometido a las leyes ciegas de la naturaleza y del poder humano, que lo convierten en un desdichado, es decir, en un hombre que, como lo muestra su agonía en el Huerto de los Olivos, experimenta el mal en todas sus vertientes,20– se mantiene intocado en la medida en que asume ese sometimiento desde el ágape, desde el amor que en su desasimiento es perfecta intimidad con el Dios ausente. A pesar de que al encarnarse y aceptar el despojamiento más atroz, el de la cruz, Dios renunció a mantenerse en el conocimiento, en la intimidad infinita de la vida trinitaria, que es pura identidad –como la que los amantes pueden experimentar cuando se encuentran lo más cerca posible– y, por la totalidad del espacio y del tiempo, hechos de materia mecánicamente brutal, puso entre esa intimidad una distancia igualmente infinita –como la que los amantes podrían experimentar si los separara el mar–, a pesar de ello, su amor, que es pura renuncia permanece en esa intimidad. “El amor –escribe Weil– entre Dios y Dios, que es el mismo Dios, es ese vínculo que se extiende por debajo y triunfa sobre una separación infinita. La unidad de Dios, donde desaparece cualquier pluralidad, y el abandono en donde cree encontrarse Cristo sin dejar de amar perfectamente a su Padre, son dos formas de la virtud divina, del mismo amor que es Dios mismo”.21
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Ciertamente, la interpretación que Weil hizo de su experiencia mística poco o nada tiene que ver con la interpretación ortodoxa del cristianismo. Podemos rastrear en ella, como el propio Moeller lo hizo, 22 a la enamorada del amor fati (el amor al destino) de los estoicos, a la gnóstica, a la cátara, a la maniquea. Sin embargo, nadie –con excepción de Teresa de Calcuta– en el Occidente del siglo XX, pensó y vivió la dimensión del ágape como Weil; nadie le dio un contenido tan maravilloso a esa sensación inefable de la gracia. Para encontrar algo parecido habría que remontarse al maestro Eckhart, a Juan de la Cruz, a Miguel de Molinos o a Teresa de Ávila. Ellos, místicos también, no vivieron, como habría querido Möeller, en el estrecho marco de una interpretación que se pretende total de lo inefable.23 Por el contrario, lo dejó resonar en ella y con él forzó su vida y el lenguaje que tenía al alcance para hacerlo decir su indecibilidad, De allí lo intachable de su vida, ante la que el propio Moeller se inclina,24 de allí su incomodidad, su asombroso decir cuya substancia, siempre inasible, porque pertenece al orden de lo inefable de la sensación y de la gracia, nadie puede objetar y, semejante al lenguaje de la mejor tradición mística, nos deja “en un no sé qué que queda balbuciendo” sin el cual la vida del hombre y del mundo no valdrían nada; de allí, también la radicalidad moral de sus escritos políticos sin los que bajo esta luz no podrían comprenderse a cabalidad.
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Simone Weil vivió bajo la experiencia de la gracia y esa gracia, en la que Dios habita, se encuentra “entre el silencio y la palabra”, es decir, en un lugar vacío, en ese lugar en el que Weil, asombrada al descubrirlo, vivió. La vida de Weil no partió de una teoría ni de una doctrina, sino, como he dicho, de una experiencia informe que, al forzar el lenguaje de su cuerpo y de su cultura, llenó de contenido. “La creación, la pasión, la eucaristía –escribe en Connaissance surnaturelle25 siempre ese mismo movimiento de retiramiento [...] es el amor”; el amor que se abstiene de la fuerza, que renuncia a su poder para que los otros sean, que es pura alegría en la donación que es abstención de sí. Ese amor, aunque presente, no siempre aparece entre nosotros, pero en los escasos momentos en que lo hace obra sobre la realidad y tiende un puente magnífico entre los hombres y Dios. Así el místico, por encima de los dogmas, del poder y los egoísmos, recupera el sentido que habita al hombre y hace habitable el mundo.
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Notas:
1. Citado por Charles Moeller en “Simone Weil et la incroyance des croyants”, en Littérature du XXème siècle et christianisme, t. I, “Silence de Dieu“ , Casterman Tournai, París, 1954, p. 225. La traducción es mía.
2. “La flor saxifraga”, en El signo y el garabato, Joaquín Mortiz, México, 1973, p. 103.
3. Charles Moeller, op.cit, p. 221.
4. Cf. Simone Pétrement, Vida de Simone Weil, Editorial Trota, Madrid, 1997, pp. 66 y 67 y Simone Weil, Oeuvres, Gallimard, París, 1999, p. 803.
5. En sus ensayos “El marxismo” (1934) y “Sobre las contradicciones del marxismo” (1938) Ouvresop. cit., pp. 351-364–, Weil reprocha al marxismo no sólo el ser “la más alta expresión espiritual de la sociedad burguesa”, sino también su carácter mesiánico y la exaltación que hace de la producción industrial, cuyas máquinas “son más opresivas” que las herramientas manuales que implican inteligencia, habilidad y dignifican al hombre.
6. Ouvres, Gallimard, París, 1951 op. cit., “El año de fábrica (1934-1935)”, pp. 343-381.
7. Op. cit., “El año de fábrica (1934-1935)”, pp. 343-381.
8. Según la madre de Weil, el pueblo estaba situado entre Vianado Castelo y Oporto, Cf. ibid. p. 382.
9. Hay que recordar que Weil siempre fue un mujer físicamente débil y enfermiza.
10. “Autobigraphie spirituelle”, en Attente de Dieu, Fayard, París, 1966. La traducción es mía.
11.Lettre a Georges Bernanos”, en Simone Weil, Oeuvres, op. cit., pp. 405-409. La traducción de las citas es mía.
12. En la orilla derecha del Ebro, donde su destacamento había acampado, cuenta Simone Pétrement, se encendió “un fuego para la cocina en un agujero cavado en la tierra [...] En el mismo nivel del suelo [...] se había colocado un enorme sartén con aceite para una fritura. Simone [a causa de su miopía] no lo vio y metió todo el pie en pleno aceite hirviendo. Aunque el calzado le protegió el pie, sufrió graves quemaduras en toda la parte baja de la pierna izquierda y en la corva [...]”, op.cit. p.415.
13. Op. cit., p. 43.
14. Cf. al respecto la traducción que de ese texto está publicada en la revista Ixtus, No. 1, mayo-junio 1993, p. 35.
15. De este libro sólo conozco las citas que Charles Moeller hace en el ensayo que le dedica a Weil, op. cit.
16. André Comte-Sponville, “Amor”, en Pequeño tratado de las grandes virtudes, Editorial Andrés Bello, Chile, 2000, p. 273.
17. No he logrado saber todavía si Weil tuvo contacto con ese pensamiento. En todo caso, al provenir de una familia judía culta es probable que ellas se hayan filtrado en algún momento en las conversaciones familiares y hayan quedado grabadas en la memoria de Weilquien, más tarde, a partir de su experiencia mística, articulará a su manera.
18. Ixtus, op. cit., p. 38.
19. Citado por Comte-Sponville en op.cit., p.274.
20. “La desdicha –escribe Weilen “El amor de Dios y la desdicha” —endurece y desespera porque imprime hasta el fondo, como un hierro al rojo vivo, ese desprecio, ese disgusto e incluso esa repulsión de sí mismo, esa sensación de culpabilidad y de suciedad que el crimen debería lógicamente provocar y no lo hace. El mal habita en el alma del criminal sin que lo sienta. Lo experimenta el alma del inocente desdichado. Todo sucede como si el estado del alma que por esencia conviene al criminal hubiera sido separado del crimen y atado a la desdicha en la misma proporción que la inocencia de los desdichados [...]
“[...] ‘Se hizo pecado por nosotros’ no se refiere solamente al cuerpo de Cristo suspendido en la cruz que se ha convertido en maldición, sino también a su alma. De igual forma cualquier inocente se siente maldito en la desdicha [...]”, op. cit., pp. 37 y 38.
21. Op.cit.
22. Su decir fue siempre sospechoso para la ortodoxia que, en el caso de Eckhart y de Miguel de Molinos, implicó un proceso inquisitorial que los condujo a la retratactación y a la quema de algunos de sus libros —Molinos mismo, que murió preso en las mazmorras de la Inquisición, aún no ha sido reivindicado por la Iglesia—y en el caso de Teresa y Juan, a la defensa de hombres respetados por la ortodoxia que lograron traducir sus revelaciones a contenidos ortodoxos y salvarlos del anatema.
23. “Si es verdad —escribe en las conclusiones del ensayo que le dedicó— que no son los que dicen ‘Señor, Señor’ los que entrarán en el Reino de Dios, sino‘ los que hacen la voluntad de mi Padre que está en los Cielos’, podemos creer que Simone Weil, que siempre creyó actuar conforme a su conciencia y murió a los 34 años, en plena juventud, por haber sacrificado su vida a la de sus hermanos, está en la paz de Cristo”. Op. cit., p. 255, La traducción es mía.
24. Citado por Charles Möeller en op.cit., p. 242.